lunes, 15 de octubre de 2012

Grises

Como el principito en aquel mundo extraño de gente extraña, añorando su asteroide y su rosa, así me siento sin querer al ver que la gente pierde el color de su alma con el paso de los años, como aquella vieja camiseta que tras muchos lavados perdió sus vivos tonos. Nunca pensé que pasaría, es más, hubiese apostado mi integridad física a que no pasaría, a que todos seguiríamos mirando la cúpula celeste mientras soñábamos e imaginábamos el mañana más inmediato, repleto de posibilidades, sin conocer muchas palabras como imposible, nunca o no.

Grises llaman a cierto tipo de alienígenas, y yo tengo la desventura de verlos cada día, y os puedo asegurar que son más humanos de lo que creemos. Algunos incluso son mis amigos, bebo cerveza con ellos y hablamos de cosas humanas, puesto que ellos fueron humanos un día. Se caracterizan, como su nombre indica, por el color gris de su espíritu, repleto de resignación y conformismo, vaciado de aquellos sueños, ilusiones y esperanzas que un día tuvieron mirando junto a mi la vía láctea.

Son gente extraña, pues no son niños. Creen firmemente en cosas y les cuesta horrores cambiar de opinión, tienen la cabeza llena de datos que les impiden apreciar la belleza de la levedad, se identifican y valoran por sus estudios, trabajos y dinero en lugar de por la sonrisa, la mirada o la simpatía. Son raros. Además, si no tienes cuidado puedes acabar creyendo que el mundo gris en el que viven es también el tuyo, y terminar tú mismo siendo uno de ellos, ¡esa es su fatal táctica!.

Se nutren de los colores ajenos, por eso, en cuanto ven el mínimo indicio cromático en cualquier alma se empecinan en disolverlo, como gota de acuarela en océano de desánimo. No soportan ver espíritus coloridos y siempre ven imposible cualquier sueño que puedas tener, sin darse cuenta de que en realidad son ellos mismos los que se ven imposibles, incapaces de imaginar cualquier cosa que no sea gris, cualquier cosa que les rompa los esquemas, cualquier cosa que les aparte de ese suicidio cotidiano que han elegido, de esa falsa seguridad que les mata. Temen el cambio, y por tanto se sienten más cómodos si todo su círculo es gris.

Como un niño en el parqué de Wall Street, así me siento, solo, confuso, buscando una flor entre los gritos lanzados a las pantallas digitales; pero como buen niño guardo la esperanza de que algún día estos seres raros y tristes contemplen un amanecer, una pareja de ancianos enamorados o una hoja caer en otoño, y así, sin más, despierten y decidan pintar de nuevo su magnífica alma.