Vuelvo a estar aquí. En medio de una situación que no elegí
vivir. Esta vez me acompañan en la mesa dos hombres de negocios, uno de ellos
unos veinte años mayor que el otro, ambos forzando la simpatía.
Si fuese la primera
vez que vivo esto quizás diría que están fijando las condiciones de una
inminente compra en el que el más joven adquiere la empresa de su contertulio.
El potencial vendedor se muestra humilde, cansado ante la vida y pasando el relevo
a la generación más joven, pidiendo honestamente la cantidad justa por el fruto
de su trabajo, mostrándose más que satisfecho por el descanso que al fin le
otorga su jubilación. Por otro lado, el comprador se percibe impaciente,
ansioso. Desea firmar ya la tan esperada venta. Sus ojos le muestran el dorado
en forma de papel impreso, sus manos sudan y el bolígrafo le baila entre los
dedos. Su firma en ese papel equivale a echar al viejo león a dentelladas y,
por supuesto, quedarse así con su vasto territorio y su nutrido harén.
No obstante, y dada mi dilatada experiencia en el ámbito de
la sobremesa, puedo afirmar que la situación que acontece deja mucho que desear
a lo que en realidad se mueve en las profundidades. Al menos en una de las
partes.
El joven y vigoroso león es trasparente pese a sus intentos
de ocultarlo. Sus intenciones son claras. En cambio, el aparentemente cansado y
resignado vendedor está a punto de pagarse su retiro a lo grande. Tras esa
máscara de conformismo y desinterés subyace el envenenado ardid que lo
catapultará al disfrute de sus últimos años, quizá en Chamonix o el Caribe,
quién sabe. En el preciso instante en el que se firme la venta, y a través de
un mensaje de móvil, se realizará la trasferencia de una importante cantidad de
dinero a su cuenta bancaria, a cambio, por supuesto, del traspaso de toda su
cartera de clientes a sus antiguos y, en breves momentos, más competitivos
rivales empresariales.
El truco no deja de ser ingenioso; la competencia le paga
por información y un ambicioso e inexperto joven le compra una empresa abocada
al fracaso. Chapó. Me quitaría el sombrero si pudiese llevarlo.
A pesar de todo, y sin desmerecer la situación que acabo de
narrar y en la que me hallo inmerso ahora mismo, prefiero por mucho cuando la
suerte tiene el capricho de colocarme en tertulias de bellas mujeres, en las
que suelo salir bien sobado y manchado de pintalabios la mayoría de las veces.
Sí, ser una taza y vivir en un céntrico café podría
tildarse incluso de trepidante, y perdonadme si os parezco arrogante, pero de
verdad os digo que si el novelista que en ocasiones me toma tuviese más en cuenta la opinión de un servidor, dejando de tratarme como un viejo e inerte utensilio de mesa, no tendría necesidad de financiar el colchón que se compró hace dos
semanas.