Es, cuanto menos curioso, pensar en la crisis económica actual dejando de lado la burocracia, para así no calentarnos mucho la cabeza y poder distinguir el hilo de la película sin que ningún come-palomitas nos distraiga. Así pues empecemos:
Víctor es un castizo cordobés de 55 años, dicharachero y de piel tostada por el sol. A los 20 años de edad y después de hacer un curso de fito sanitarios en la escuela de artes y oficios de su ciudad consiguió, no sin antes tener unas cuantas decepciones, entrar en una cooperativa agrícola para así dedicarse al cultivo de la aceituna. Nunca contempló la opción de estudiar algo que no fuese lo básico, ya que "hay quién vale, y quién no pues a galeras a remar" se decía de vez en cuando riéndose de su propio ingenio. Dos años después, en plena campaña invernal de recolección de la aceituna, Víctor conoció a su futura esposa, Susana, una chica muy "salá" que regentaba en la verdulería de su madre, donde entre otras cosas vendían las aceitunas que Víctor recolectaba.
El tiempo pasó, Víctor y Susana consolidaron su amor en el altar, y entre unas olivas y otras a la que se dieron cuenta tenían dos preciosos hijos de ojos oscuros y cabello ondulado. Un día como otro cualquiera, mientras Víctor almorzaba su bocadillo de chorizo debajo de un olivo, escuchó decir a un compañero de cuadrilla que su primo Joaquín se había ido a trabajar a un pueblo de Castellón, "a hacer azulejos pa los pisos" dijo, y que se ve que Joaquín estaba "de puta madre el tío", tan de puta madre que hasta se había "metido en un piso con la mujer y los críos"; tan bien veía a su primo Joaquín que hasta él mismo estaba planteándose el dejarse la oliva e irse "pallá", porque según se decía "aquello iba parriba, vamos, que salias de casa y te contrataban pa currar".
Todo esto intrigó a Víctor, así que se informó como pudo sobre el tema y lo habló con su mujer. En Córdoba no estaban mal, vivían de alquiler en un piso algo viejo pero funcional, y el sueldo de ambos les daba para pagar las facturas, comer y vestirse, aunque fuese con ropa del mercao. No obstante, sabía de buena tinta que un sueldo en la cerámica era mucho mayor que en la aceituna, y que requerían mucha mano de obra, por lo que tanto él como su mujer podrían trabajar sin problemas nada más llegar. Además aquel territorio ofrecía muchas más posibilidades de futuro para sus dos pequeñas joyas, "así los críos podrán ser alguien de provecho, y no tendrán que doblar el lomo como su padre", le decía Víctor a su mujer.
Así pues y atando lo justo y necesario se vieron la familia al completo viajando en su Peugeot 205 rumbo a Alcora, la tierra prometida. Una vez empezaron a aparecer las imponentes fábricas de azulejos, con sus metálicas estructuras y rectas líneas, Mateo, el pequeño de los dos zagales exclamó sorprendido "¡mira mama, de aquí es de donde salen las nubes!" al ver la densa humareda blanca que salía sin cesar de las múltiples chimeneas, exclamación esta que hizo reír un buen rato a la ilusionada familia. Bajo este panorama de esperanza, descubrimiento e incertidumbre la parentela cordobesa se instaló en un piso de alquiler, buscó y encontró trabajo y todo fue, poco a poco, tomando forma.
El tiempo continuó pasando, Víctor y Susana trabajaban a turnos en la misma fábrica y los niños ya iban al instituto. Todo iba viento en popa, incluso habían conseguido ahorrar una modesta, pero grata, cantidad de dinero en el banco; así pues, ¿por qué no tener de una vez por todas nuestro propio nido?, se preguntó el matrimonio. Con esta idea en la cabeza se metieron en una hipoteca que terminarían de pagar a los 67 años, pero, "qué cojones, sin un piso pa nosotros no me voy yo pa la tumba" se decía Víctor.
Así, y año tras año, fueron pagando la hipoteca y las demás facturas, ajustados pero sin excesivo apuro, pudiéndose incluso permitir el lujo de financiar la compra de un coche nuevo, ya que el Peugeot 205 con el que vinieron de Córdoba hace ya unos años estaba "pal arrastre", el pobre. Un buen día, mientras Víctor almorzaba su bocadillo de chorizo sentado junto a un palet de azulejos, escuchó decir a un compañero de turno que "la cosa parece que flojea", que "ya están hinchándonos el horario con vacaciones por no pagarnos las horas" y que había "escuchao al jefe decirle al encargao que les está costando sacar el material, que las obras san parao". Ese mismo día Víctor, algo inquieto, encendió la televisión para mirar las noticias y escuchó, sin mucho interés, al presidente del gobierno y a "cuatro chupatintas más" decir que España había entrado en recesión económica, pero que no nos asustáramos porque eso era algo cíclico; "a ver cuando ostias aprende esta gente a hablar en cristiano, cojones", dijo entonces con voz ronca el antiguo aceitunero.
En poco tiempo la incertidumbre se transformó en temor, y éste se extendió por todo el sector azulejero (entre otros) como si los trabajadores fuesen pólvora. No tardaron en llegar los primeros despidos, y a la que Victor y Susana se quisieron dar cuenta estaban haciendo cola en la oficina del INEM. La empresa no les pagó todo lo correspondiente de sus despidos ya que se declaró insolvente, y el paro de ambos, como si de un reloj de arena se tratase, llegó a su fin. Fue entonces cuando el banco, tan amable en su día al concederles la hipoteca, les embargó el piso que llevaban años pagando con el sudor de su frente, sin pestañear, con todas las de la ley, así a las bravas, y por supuesto, sin devolverles ni un euro de lo que ya habían pagado del mismo.
El mismo día del embargo, mientras Víctor y su familia llevaban sus pertenencias al piso de un compañero de trabajo que les dejaba quedarse allí un tiempo, el desconsolado padre de familia escuchó en la radio, cabizbajo, que el gobierno destinaría un porrón de miles de millones de euros a los bancos para salvar la economía nacional y encauzar la situación actual. Entonces Víctor se cabreó, se cabreó mucho, porque una cosa es ser un currito y otra es ser gilipollas; "llevo 30 años cotizando en las putas arcas del estao, y ahora esos cuartos se los dan a los que me han quitao la casa donde vivir, ¡hay que joderse mecagüen la puta!".
Al poco tiempo y con el cabreo reconvertido en resignación y frustración, Víctor, Susana y sus dos hijos se montaron en un tren y regresaron a la tierra que les vio marchar en su día, con el alma rota y el corazón remendado, sin saber a quién echar la culpa, pero con una cosa muy clara en sus mentes: tarde o temprano uno se da cuenta para quién son las chuletas y para quién las sobras.